sábado, 19 de julio de 2008

El secreto (Fragmento)

Por años fue don Camilo el único testigo de lo que pasó en casa de Doña Cleonta que, habiéndose hecho una solemne promesa personal (so pena de muerte) de que nunca iba a revelar nada de lo que sintió, olfateó, vio o escuchó esa fría noche de verano, era casi costumbre sacar el tema a la hora de la comida.
- Fue un día que si alguno de ustedes hubiera vivido, seguramente hoy no tendría apetito, no dormiría por las noches, no hablaría con la gente e incluso trataría de respirar menos que ahora...
Estos comentarios inspiraban respeto, aún sin saber la verdad. Poseer tan grande secreto le daba estatus y poder en el pueblo.
La gente se portaba en extremo amable y le procuraban comodidades y cuidados; le hicieron confidente de cuanto secreto conocieren y lo nombraron "El Secretario". Curioso cómo se puede vivir en estos días.
Un día a la hora de la comida un hombre de misterioso porte apareció en el pueblo. Era de buena figura, a buena altura del suelo, con un sombrero que apenas dejaba ver que su cabello era negro. Cejas tupidas y unos ojos cubiertos por espejos; su bigote decía que era un hombre descuidado y se movía haciendo círculos mientras masticaba algo que traía entre dientes. Tenía en la mano derecha un arma y en la izquierda una bolsa muy pequeña.
Entró a casa de don Camilo, el Secretario.
- Hace más de diez años juré que no iba a contar nada de lo que sucedió en casa de Doña Cleonta y hoy llega usted ofreciéndome una cantidad de dinero que jamás creí que podría llegar a ver en un mismo sitio... - dijo don Camilo con asombro y con un muy pequeño asomo de codicia que el extraño no dejó de percibir. Después de una meditativa pausa, continuó hablando acentuando con firmeza cada palabra- Mala suerte para usted que ha venido de tan lejos.
El extraño, a diferencia del resto que volteó a ver a su patriarca como queriendo persuadirle de su decisión, no se inmutó con las palabras del Secretario. La atención de la familia se encontraba también en la mesa donde brillaban las monedas de plata que opacaban a los pobres instrumentos de cocina que, humillados sobre la superficie de la mesa, harían ver a cualquiera la necesidad económica de aquel hogar.
- El dinero lo compra todo, señor Camilo- dijo el extraño con una tétrica sonrisa.
- Ah! Pues bien, si sabe mi nombre sabrá entonces que soy hombre de palabra.
- Es su palabra la que intento comprar.
- Antes muerto señor...- calló un segundo como queriendo que el extraño llenara con su nombre el silencio y al ver que no lo iba a lograr, continuó- Pierde su tiempo, no diré nada.
- Me parece muy bien. Que así sea.
...
- Le dejo, pues, diez mil pesos para lo que se ofrezca señora, ahora que su esposo tiene un poco difícil eso de ir al trabajo... Que tenga bonita tarde.

Así fue que murió el secreto junto con el último testigo. Ahora sólo se habla de lo que pudo haber pasado y nunca sabremos qué fue lo que realmente pasó en casa de Doña Cleonta.

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